
Autor: Eugenio Fraile La Ossa
La historia que voy a contaros acaeció hace muchísimo tiempo. No puedo deciros cuanto, pero, por aquel entonces, los moros ocupaban la mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes y las aldeas y villas pertenecían en feudo a ciertos señores que, a su vez, prestaban homenaje a otros más poderosos. Después de oír la historia, los hechos que os voy a referir, podréis llamarme loco, pero vuestras palabras e insinuaciones no harán mella en mi viejo corazón.
Esta historia que os cuento a vosotros con la única intención de haceros pasar un rato distraído en esta noche de perros, me la narró mi padre, a quien mi abuelo hizo lo propio, y ha pasado, salvando la noche de los tiempos, de padres a hijos, desde la época en que sus hechos tuvieron lugar.”
El que así hablaba era un hombre anciano, de rala cabellera gris y doblada espalda. En su arrugado rostro de apergaminada piel brillaban dos ojillos vivaces e inquietos. Cubríase con una humilde capa de burda estameña y se apoyaba en un nudoso bastón de roble ennegrecido. Con fatigoso ademán, se dirigió hacia un taburete cercano a las llamas del hogar, en donde reposó su cansada humanidad. Las llamas rojas y azules, que se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de encina que ardía en el ancho hogar, daban una expresión irreal al rostro del anciano, que era conocido en el lugar en el que en ese momento se hallaba, con el sobrenombre de “El Abuelo”.

Le olían los pies de tanto caminar.
Se quitó las botas como ya había hecho otras veces. Las colocó al borde del lago. Los calcetines humeaban. Con tanto vapor caluroso se formó niebla. Niebla con olor a queso.
Las truchas se hundieron para no atufarse. Los patos que nadaban entre juncos emprendieron el vuelo para huir del hedor. Varios ciervos corrieron a refugiarse en lo profundo del bosque. En conclusión, todos los animales huyeron. Pero las plantas no podían, les era imposible abandonar la tierra en la que introducían sus raíces.
El olor era inmenso. Del mismo tamaño que Leo y Leo era un niño de la raza mítica de los gigantes. Había salido de su pueblo el día anterior. Su padre Leo le había dicho unas semanas antes,
-Hijo, ha llegado la hora de que realices tu segundo viaje. En el primero acabaste en un valle donde hinduistas, católicos, musulmanes, budistas y judíos, se peleaban. Gracias a tu facilidad para observar, ser respetuoso y buscar la colaboración de todos lograste la armonía. Ahora son mucho más felices. Aprendiste que era importante el diálogo, la cooperación, la tolerancia. Pero la vida es un continuo aprendizaje. Es un permanente experimento. Debes salir de nuevo. Se abrirán puertas para que conozcas otras partes de este mundo en el que vivimos. Recuerda que cualquier viaje no es más que otra manera de conocerse a si mismo.
Lea, su madre, lloraba. Sus lágrimas eran mezcladas. Por un lado de pena. Su hijito Leo iba a partir. Aunque lo de hijito era una manera de hablar. Leo era pequeño en comparación con el resto de los habitantes del pueblo. Pero no olvidemos que era un gigante y ya medía más que una montaña.
Por otro lado las gotas que caían de los ojos de la giganta rebosaban del brillo dorado de la alegría. Su niño enriquecería con las experiencias. Con ellas descubriría lo importante que era el amor a uno mismo y a los otros y el amor era lo que más preocupaba a cualquier gigante.
Así su madre, Lea, le preparó la bolsa de viaje con queso, un pastel, pan, algo de abrigo, el jabón, un cepillo de dientes, un lápiz y un cuaderno. En él apuntaría sus aventuras.

A la nana, nanita,
Lunes

Por fin el alcalde había entrado en aquel despacho y se trataba de permanecer en él todo lo que pudiese.
Miraba a las gentes del pueblo y las veía allá abajo, desplazándose de un lado a otro de la plaza, entrando y saliendo por la puerta que se encontraba bajo sus pies. Desde el ventanal, frente a su mesa, reflexionaba sobre la democracia que le había llevado a aquel cargo. Por el sólo hecho de aparecer en una lista y de que los ciudadanos hubieran introducido un papel en una caja de plástico, era alcalde. Sonreía desde el primer piso de la casa consistorial, alzado sobre el resto de los mortales por verbigracia de algo denominado democracia.
Absorto en sus pensamientos, giraba en su sillón. Lo primero que había hecho al ser nombrado, era encargar uno nuevo. No iba a sentarse en el mismo en el que su predecesor había posado el trasero. Faltaría más. Lo quiso grande, el más grande. Le sobresalía por los lados y por encima de la cabeza. Sus enormes orejeras acentuaban la impresión de arcángel díspensador de bienes y castigos. Cuando lo vio en el catálogo, de piel, negro, señorial, supo que era para él. Siempre había deseado sentirse como un rey en su trono. El precio era lo de menos, pagaban los contribuyentes. Lo importante era dar buena imagen, hacerse respetar.
Desde pequeño soñaba con un despacho amplio, igual que el de los abogados americanos de las películas en blanco y negro, con grandes mesas y gigantescas butacas. En aquellos momentos imaginaba que era uno de ellos, inteligente, serio, agudo.
Para que todo aquello no se desvaneciese, entró por primera vez en su lugar de trabajo con el pie derecho. No era supersticioso, aunque los que le rodeaban lo afirmasen, pero por si acaso… Quería impedir que cualquier nimiedad pudiese estropear la legislatura que tenía por delante. Y lo realizó con su andar tímido de pies hacia dentro, como si siempre marchase hacia si mismo.
Durante los años anteriores no lo había tenido fácil. Tuvo que serpentear entre las filas del partido. Dar manos diluyendo venenos en cada apretón a los adversarios. Sonreír y tragar maldiciones hasta llegar a ser el primero de la lista. No era un trabajo para novatos. Necesitó años de luchas callejeras. Aprendió las técnicas de las emboscadas partisanas. Se entrenó a fondo en los campos de las agrupaciones políticas de barrios y pueblos para adquirir aquellas habilidades.
Sabía que no era un hombre con carisma, de los que tienen don de palabra y arrastran multitudes. Era el perfecto prototipo de liderzuelo de aquellos tiempos grises por los que la sociedad transitaba. Su aspecto le ayudaba poco, barriga que le precedía como un bombo de circo, canicas en ojos que apenas se sujetaban entre los párpados, bigote anticuado que escondía un labio, fino y violento. Y para colmo su aire de reprimido.
Tampoco jugaba a su favor el que jamás había pisado aquel pueblo del que ahora era alcalde. Sin embargo, tuvo suerte. El partido necesitaba una cara nueva, alguien no quemado en refriegas anteriores con la oposición. Y apareció él un veintitrés de febrero, fecha insigne en España. Benito la celebraba en secreto en lo más profundo de sus pensamientos. El país, sin una mano directora, se transformaba en un feudo sin rumbo. Los españoles eran siesteadores, desorganizados y con tendencia a la anarquía. Para meterlos en vereda se necesitaba alguien que marcara la línea, que evitase vagos y maleantes. Pero aquella filosofía no se estilaba. Desde la ridícula entrada de Tejero en el Congreso había quedado trasnochada. Sólo con algunos compañeros de partido y tras achisparse en algún bar, era capaz de reconocer abiertamente su secreta opinión.
Sin embargo, aquel día del segundo mes de año iba a ser como una segunda oportunidad en su vida. Al despertar pensó que sería una mala jornada. Su amante enfadada por el escaso rendimiento que demostró la noche anterior, por la virilidad tan desaparecida como los Ojos del Guadiana, no le dio ni los buenos días.
En el cuarto de baño se cortó con una cuchilla usada. Maldijo por no haber comprado una nueva. Remaldijo cuando el cazo quemado humeaba sobre los restos de la leche desbordada. Y de nuevo recorrió lo más grosero del diccionario cuando, escalón a escalón, descendía hacia el infierno de un día helado y con lluvia. El ascensor se había estropeado.
Al entrar en el bar, Mariano le saludó jocoso.
· Buenos días, don Benito. Lo de siempre o ración doble de porras por aquello de que de lo que se come se cría.